El hombre que trabajaba, aquel día, en una mesa de despacho, es escritor, y se llama Julio Cortázar. Tiene cerca de sesenta años entonces, pero he dicho ya que, por la cara, no podríamos decir su edad. El trabajo es más bien rutinario, maquinal: corrección de unas pruebas de imprenta, las galeradas de una novela. Pero, todos los que escribimos lo sabemos: un trabajo de este tipo no es nunca un simple trámite de comprobación. Volviendo a leer las palabras, a veces no nos parecen lo suficientemente justas, son inexactas o, al contrario, insistentes. No puede haber repetición ni poquedad. A veces, es preciso que algún estímulo exterior nos ayude a no amodorrarnos, a no leer pasivamente, a no dejarnos llevar por la inercia. El hombre ha encendido, pues la radio. Todos lo boletines informativos hablan de la matanza que ha tenido lugar durante los Juegos Olímpicos de Munich. ¿Lo que el hombre siente ha de entrar, en cierto modo, en lo que escribe? Entra, al menos, en este caso. El hombre comprueba que los amos de la Tierra se permiten las más eficaces lágrimas de cocodrilo deplorando "la violación de la paz olímpica en estos días en que los pueblos olvidan sus querellas y diferencias". Las palabras no son de Cortázar; él las pone entre comillas. Y exasperado, abrupto pregunta luego: "¿Olvidan? ¿Quién olvida?". Es la pregunta de un moralista; una pregunta ética.
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Hace 3 meses
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